«Porque tú formaste mis entrañas; Tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; Estoy maravillado, Y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, Bien que en oculto fui formado, Y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, Y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas Que fueron luego formadas, Sin faltar una de ellas. ¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán grande es la suma de ellos! Si los enumero, se multiplican más que la arena; Despierto, y aún estoy contigo.»
(Salmos 139: 13-18)
Una de los más grandes problemas que enfrentan las personas en estos días, es el sentimiento de inferioridad. Las oficinas de los psiquiatras están llenas de personas que intentan vencer los sentimientos de que ellos, como personas, no sirven para nada, o que son insignificantes.
Los sentimientos de inferioridad, le roban a las personas el gozo de la vida. Evitan el crear y desarrollar relaciones interpersonales. e impiden que llevemos a cabo las cosas que hemos sido destinados a realizar. Incluso no dejan que disfrutemos de las bendiciones de Dios. Esos sentimientos causan que desistamos, haciéndonos creer que somos indignos de recibir cualquier cosa de Dios.
¿Cuál es la cura para los sentimientos de inferioridad? Una gran revelación del amor del Señor. Dios nos ha mostrado a través de Su PALABRA, cuán preciosos y valiosos somos para Él. (Y si el Dios todopoderoso del Universo piensa que somos valiosos, ¿importará lo que alguien más piense?). Dios nos comprende por completo. Nos conoce tanto que sabe lo que vamos a decir, antes que lo digamos. Nos conoce tan bien que afirma que somos: ¡Una creación admirable!
Para Dios somos tan importantes que incluso antes de nacer, planeó todos nuestros días y los escribió en Su libro. Sus pensamientos para nosotros son innumerables como los granos de arena del mar. Debemos valer algo, ya que ¡ni Dios mismo puede sacarnos de Su mente!
Además, cuando Dios vio que necesitábamos ser rescatados del pecado y de la muerte, envió a Su Hijo —a Su más precioso, perfecto y amado Hijo— para que muriera por nosotros.
En una ocasión, vi un dibujo animado de un niño que dobló sus rodillas en oración. Pues aparentemente alguien lo había tratado como si fuera alguien insignificante. Él estaba batallando con los sentimientos de inferioridad, pero sabía cómo ganar la batalla. Alzó su rostro al SEÑOR, y expresó: «¡Dios no murió por un don nadie!».
Ésa es la verdad. Sólo con saber que Jesús entrego Su vida por nosotros, nos convierte en alguien… alguien precioso… alguien importante… y alguien amado. El valor que Jesús pagó fue establecido por Dios, nuestro Padre, quién nos declaró valiosos por la eternidad. Ante Sus ojos no somos inferiores ante nadie. En Él, somos valiosos y preciosos.