Cuando Dios nos creó, nos dio la habilidad de escoger como un acto de misericordia y amor. El deseo de Dios era que un amor puro existiera entre Él y Su creación. El Padre no deseaba crear robots que sólo hicieran aquello para lo cual fueron programados, tampoco deseaba esclavizar a cualquier criatura. Dios le dio a la humanidad una voluntad como parte de Su bondad, sabiendo el potencial con el que podían amar o pecar.
Escoger otra opción diferente a la de Dios, siempre nos llevará a la muerte espiritual, al temor y al pecado. Dios no creó esos elementos, pues surgieron como consecuencia de la libertad que tiene la humanidad de elegir cualquier otro algo Dios. El Padre no creó la maldad. Lo que sí creó fue el sistema de la siembra y la cosecha.
En Gálatas 6:7-8, dice: «No se engañen. Dios no puede ser burlado. Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará. El que siembra para sí mismo, de sí mismo cosechará corrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna». La ley de la siembra consiste en escoger hacer algo. La ley de la cosecha es esperar los resultados de esa acción. Ésa es la oportunidad que la maldad espera para intervenir. La maldad y los malos resultados surgen cuando las personas escogen pecar.
Romanos 5:12, dice: «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un solo hombre, y por medio del pecado entró la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron». El ser humano abusó de su derecho a escoger y cosechó las consecuencias de su pecado —muerte espiritual—, y quedó separado de Dios. No obstante, Dios, quien es rico en misericordia, creó una forma para que la humanidad sea redimida de las consecuencias del pecado —una vez más por medio de una elección—. En Romanos 6:23, dice: «Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor». Las buenas nuevas del evangelio es que a través de Cristo, la paga de nuestro pecado puede ser lavada con Su sangre, y ¡podemos recibir una vida abundante y eterna!
Su sangre compró nuestra redención total de las consecuencias de nuestro pecado para que tengamos otra elección. Podemos aceptar ese sacrificio y recibir a Jesús como el Señor de nuestra vida. La elección es simple, y las recompensas de elegir la vida ¡son grandiosas!