Una de las cosas que cambió drásticamente entre el Antiguo y Nuevo Testamento es la forma de tratar con el pecado.
En el Antiguo Testamento, Dios estableció el sacerdocio para proveer una manera para que los israelitas cubrieran o expiaran el pecado —el quebrantamiento de la ley. El sumo sacerdote ofrecía un sacrificio de sangre cada año, en el lugar Santísimo, a fin de cubrir los pecados del pueblo. Cuando el sumo sacerdote fallaba, el pueblo no se podía acercar a Dios.
En cambio, la sangre de Jesús no sólo cubre nuestros pecados; sino que los borra.
Jesús derramó Su sangre por la humanidad, como una ofrenda eterna en el Nuevo Testamento; a fin de que nos podamos acercarnos confiadamente al trono de la gracia, y hallar gracia y misericordia para el oportuno socorro (Hebreos 4:16). Él completó el Pacto Abráhamico al convertirse en el último sacrificio ofrecido por los pecados. Su sangre anuló: «…los decretos que había contra nosotros…» (Colosenses 2:14, RVC). En la Nueva Traducción Viviente dice que: «Él anuló el acta con los cargos que había contra nosotros y la eliminó clavándola en la cruz».
Para decirlo de otra manera, la sangre de los animales (antiguo pacto) expiaba o cubría el pecado (Hebreos 10). La sangre de Jesús (nuevo pacto) remitió —anuló— el pecado de una vez por todas: «pero nuestro Sumo Sacerdote se ofreció a sí mismo a Dios como un solo sacrificio por los pecados, válido para siempre. Luego se sentó en el lugar de honor, a la derecha de Dios» (Hebreos 10:12, NTV).
Jesús es el conciliador o mediador, entre Dios y la humanidad (Hebreos 8:6). Él es el único camino para regresar a la presencia de Dios (hechos 4:12). En el momento en que recibimos a Jesús como nuestro Señor, entramos en una relación de pacto de sangre con Dios. Todo lo que es del Padre, Él se lo dio a Jesús en el nuevo pacto (Juan 16:15). Nosotros nos convertimos en coherederos con Jesús, en el nuevo nacimiento (Romanos 8:17). ¡Las riquezas y bienes del Padre ahora son nuestras!