«Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno.»
(Juan 17:20-22)
En algunas ocasiones, he escuchado a algunas personas que afirman: “Dios nunca compartirá Su gloria con nadie”. Por lo regular, lo expresan con un tono de voz muy religioso. Y si usted desconoce la verdad, pensará que esa afirmación no sólo es espiritual; sino que también es absolutamente cierta.
El problema es que ese tipo de expresiones contradice la Biblia.
Por difícil que sea para nuestra mente comprenderlo, Dios nos ama tanto que a través de Jesús nos dio Su gloria. Por supuesto, no podemos argumentar que la tenemos por nuestros propios méritos. Pues no hicimos nada para ganarla o merecerla; ya que ésta forma parte de nuestra herencia. Es un regalo para nosotros, de parte de nuestro SEÑOR Jesucristo —el SEÑOR de la gloria y del amor—.
Cuando la gloria de Dios se manifiesta, grandes e inusuales cosas suceden. Una vida sobrenatural entra a escena y cambia las cosas de manera repentina. En Romanos 6:4, se nos explica que Jesús resucitó por la gloria del Padre. Y en Efesios 1:19-20, se nos enseña que ese mismo poder glorioso obra en y a favor de nosotros como creyentes.
La palabra gloria en hebreo significa: “La divinidad de Dios, es decir, Su divinidad y toda la bondad que ésta conlleva, la divinidad de Su esplendor y de Su majestad”. Y en su bondad, esplendor y majestad se encuentra escondido Su poder. En Lucas 2, leemos que fue la gloria de Dios la que brilló alrededor de los ángeles que anunciaron el nacimiento de Jesús, y esa misma gloria fue la que brilló en el rostro de Jesús en el monte de la Transfiguración.
Esa misma gloria fue la que cegó al apóstol Pablo camino a Damasco. Esteban vio la gloria de Dios cuando los judíos comenzaron a apedrearlo. En Apocalipsis 15:8, se nos enseña que es la gloria de Dios la que llena ¡el templo celestial!
Nuestra mente natural se sorprende ante esa idea, y expresa: “¿Qué puede hacer esa gloria en un don nadie como yo? ¡Si ni siquiera puedo entenderla!”.
¡Por supuesto que puede entenderla! Es más, usted es una vasija de Su gloria. En 2 Corintios 4:6-7, leemos: «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros».
Recuerde esta declaración la próxima vez que escuche a alguien decir que Dios nunca compartirá Su gloria. De un grito de alabanza al asombroso Dios de amor y gracia, quien lo escogió para depositar Su gloria en usted.