«Pero el servicio sacerdotal de Jesús es mucho más excelente, así como el pacto del cual es Mediador de un mejor pacto, puesto que se basa en mejores promesas.»
(Hebreos 8:6, NAS)
Cada cristiano comprometido, de todo corazón, aspira a tener excelencia en la vida y en el ministerio. Y no podemos evitarlo, pues tenemos la naturaleza de Dios. Hemos nacido de nuevo a la imagen de Jesús. Y Jesús fue un hombre de excelencia. Todo lo que hizo durante Su ministerio terrenal fue excelente, y Su unción de excelencia también está disponible para usted y para mí.
¿Por qué no vivimos conforme a ésta como deberíamos?
Primero, porque hemos estado más relacionados con la definición mundana de excelencia. Hemos pensado que excelencia significa tener una vida de primera e ilustre. Hemos comparado la excelencia con excepcionales talentos vocacionales, y magnificamos nuestros esfuerzos en la iglesia, el trabajo y nuestra casa.
Ésas cosas son buenas, pero no son el sello de la excelencia de Dios. Su excelencia se inspira en el amor y encuentra Su máxima expresión en éste. En Salmos 36:7, leemos: “Cuán excelente es Dios, Tú misericordia” (Traducción libre de la King James Version).
Cualquier cosa que no sea una expresión del amor de Dios, está lejos de ser excelente —no importa cuán eficiente e impecable parezca—. Algo hecho con una gran destreza, es de mala calidad, ante los ojos de Dios si no fue hecho con amor. Un ministerio eficientemente organizado, con buen mercadeo y bien administrado; está errado ante los ojos de Dios si no actúa en amor.
Por esa razón, nuestra primera decisión, si deseamos ser partícipes de la excelencia de Jesús, es nunca comprometer nuestra vida de amor. Y esa decisión, comienza cuando declaramos: Yo soy hijo de Dios y por consiguiente hijo del Amor. El amor de Dios ha sido derramado en mi corazón por medio del Espíritu Santo. Dios me ha ordenado vivir conforme a ese amor. Por tanto, a partir de hoy cumpliré Su orden.
Una vez que tomemos esa postura, empezaremos hacer las cosas que el amor nos demande: cosas como dar, refrenar nuestra lengua, ser amables con los demás (sin importar cómo actúen ellos con nosotros) y mantener nuestros pensamientos alineados con el amor de Dios. Cuando no vivamos así, nos rehusaremos a dar excusas. Y en vez de tomar esa actitud, seremos sinceros con nosotros mismos ante Dios (no dije condenarse, sino ser sinceros). Cuando nos equivoquemos, nos arrepentiremos y cambiaremos. De manera inmediata haremos cambios y regresaremos a la ley del amor.
A medida que obedezcamos, descubriremos que estamos subiendo de nivel en cada área de la vida. Seremos mucho más hábiles y eficientemente organizados. Nuestro servicio al SEÑOR y a los demás será de primera. Seremos los mejores, porque nos esforzaremos en amar más… y eso marca toda la diferencia.