«Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron. Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Y vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo: !Señor, sálvanos, que perecemos! El les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza.»
(Mateo 8:23-26)
Cada uno de nosotros puede sentirse identificado con los discípulos de ese pasaje. Hay momentos en nuestra vida, en los que a pesar que nos estamos esforzando en vivir por fe, nos sentimos atemorizados por las circunstancias. Permitimos que las olas de la duda abruman nuestra alma, y calificamos para recibir la misma llamada de atención de amor que el Maestro le dio en la barca a Sus primeros seguidores.
“¿Por qué tienen miedo? ¡Hombres de poca fe!”.
En realidad, ésa no sólo fue una reprimenda; sino una pregunta digna de responder. Si usted estudia el significado en griego de la frase: poca fe, descubrirá que no sólo se refiere a algo ligero o pequeño; sino a algo de corta duración. Por consiguiente, deberíamos preguntarnos por qué a menudo la fe se nos agota en medio de la tormenta. ¿Por qué permitimos que el temor corte la fe justo cuando más la necesitamos?
Regularmente, sucede porque no respaldamos nuestra fe con la PALABRA y la confianza que tenemos en Su amor. Sabemos lo que Él ha dicho que hará por nosotros, pues afirmó que nos sanaría, que nos proveería y que nos protegería. No hay duda al respecto. Sin embargo, cuando los vientos de problemas soplan y las nubes de circunstancias nos amenazan, comenzamos a preguntarnos si Dios ya se olvidó de nosotros. Entonces ante nuestros ojos pareciera como que si Él estuviera profundamente dormido, y fuera insensible y ajeno a nuestra situación.
Sin embargo, es en esos momentos en los que podemos afianzar nuestra fe. Podemos avivarla, al recordarnos a nosotros mismos el infalible amor de Dios. Cuando el primer destello de temor surja, comenzamos a formularnos las siguientes preguntas: “¿Qué pasará si ésta vez Dios no me provee? ¿Qué sucederá si no me sana?”. Debemos detenernos y declarar: No, rechazo esos pensamientos. Me rehusó a entretener ese temor, pues sé que mi Padre me ama. Él me ama tanto que se entregó a Sí mismo por mí. Me ama tanto que prometió nunca dejarme ni abandonarme.
Si en esos momentos de crisis nos recordáramos del cuidadoso amor del Padre, nuestra fe permanecería firme. Si consideráramos que Jesús ya comprobó Su compasión, a través del gran sacrificio que hizo por nosotros. Nunca nos rendiríamos en nuestra mente ni desmayaríamos (Hebreos 12:3). Seríamos conscientes de que Dios no sólo nos dio Su PALABRA, sino también Su corazón. Incluso en medio de la tormenta, sabríamos que ¡estamos a salvo y seguros en Su amor!