«Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos»
(Juan 15:13).
Para apreciar en realidad la profundidad con la que Jesús nos ama, necesitamos comprender cuánto Él sacrificó —no sólo cuando murió en la Cruz, sino cada día que vivió en este mundo pecaminoso—. Debemos meditar en el hecho de que Él dejó la indescriptible gloria de los cielos donde había vivido por siempre. Un lugar donde sólo existe gozo, paz, armonía y amor; y vino a habitar a un lugar, que comparado con Su hogar era un basurero, un lugar lleno de odio, robos, asesinatos y toda clase de violencia imaginable.
Él renunció a los privilegios de Su divinidad. Y abandonó Su forma celestial, la cual le permitía ser Omnipresente, Omnisciente y Omnipotente. En la biblia se nos enseña que Él se despojó de esos privilegios, (Filipenses 2:7) y se limitó a vivir en un cuerpo de carne y sangre. Siendo Dios, se hizo hombre. No un superhombre, sino un verdadero ser humano que sintió hambre y se cansó como cualquier otro. Renunció a Su divino conocimiento, y tomó la mente de un hombre que debía crecer en la PALABRA, al igual que usted y yo. Él tuvo que averiguar quién era por medio de la oración, y el estudio de las Escrituras, Isaías y Salmos. Él permaneció firme en esas palabras cuando las dudas lo atacaron, cuando llegaron las tentaciones, y el diablo le dijo: «…Si eres el Hijo de Dios…» (Lucas 4:3).
Jesús tuvo que permanecer firme en la PALABRA de Dios por fe, después de Su crucifixión; cuando se encontró en las puertas del infierno pagando todo el precio por nuestros pecados. También tuvo que creer que Dios podía sacarlo de ese lugar, y resucitarlo; aunque esto nunca antes se había realizado. ¡Nunca nadie había salido del infierno! ¿Y si algo salía mal? Desde el punto de vista de la historia de la humanidad, Jesús estaba tomando un riesgo que ningún otro hombre había tomado jamás.
¿Qué lo motivó a tomar ese riesgo tan grande?
El amor, sólo el amor.
El amor hizo que Jesús se convirtiera en el Hijo del Hombre —no sólo por 33 años, ¡sino para siempre!—. Incluso después de Su resurrección de entre los muertos, no volvió a Su forma anterior, siguió con Su forma humana, con un cuerpo glorificado, que era tanto Dios como hombre —pero era más hombre después de todo—. Ahora, Él vive para interceder por nosotros (Hebreos 7:25). Aún tiene los agujeros en Sus manos y en Sus pies. Todavía tiene el agujero en Su costado y las cicatrices en Su cabeza. Aún lleva en Su cuerpo glorificado las marcas de Su eterno sacrificio. Las lleva como evidencia innegable de Su amor por nosotros… el más grande que haya conocido.