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junio 19, 2014

Joven, fuerte y Bendecido (por Kenneth Copeland)

6-14_kennethSi estás interesado en permanecer joven, presta mucha atención a lo que voy a decirte. Porque voy a darte un secreto contra la vejez, el cual no sólo es efectivo, sino que proviene directo de la Biblia. Gloria y yo lo hemos practicado, y estamos viviendo en sus resultados.

El año pasado cumplí 77 años, y me siento mejor que cuando tenía 20. Tengo tan buena vista que aún puedo volar aviones. Mi audición es buena. No tomo ningún medicamento y no tengo tiempo para estar enfermo. Pues estoy muy ocupado predicando por todo el mundo y disfrutando la vida con Jesús.

Hace unos meses, otro predicador de fe y amigo de mucho tiempo, Stanley Black, quien tiene la misma edad que yo, estaba ministrando junto a mí en una reunión en Venezuela. Ambos decidimos que somos la antítesis de “hombres ancianos”, y nos pusimos de acuerdo con el salmo 103 que nos afirma que somos hombres de fe rejuvenecidos.

Quizá digas: “Bueno Hermano Copeland, ésa es una actitud admirable. Pero ya sabemos cómo es el proceso. Al final, todos envejecemos y nos cansamos. Es algo inevitable”.

No. Me rehuso a estar de acuerdo con esas declaraciones. De hecho, no he confesado algo como eso en 40 años. Y no porque no haya tenido la oportunidad. En años anteriores, hubo ocasiones en las que parecía que todo mi cuerpo me gritaba que estaba envejeciendo y agotándose.

Hubo días en que mi espalda me lo decía… mis rodillas… y mi cabeza también. Pero cuando lo hicieron, no me senté a escucharlos, ¡sino que les respondí! Y les declaré el Salmo 103:2-5: «¡Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguna de sus bendiciones! El Señor perdona todas tus maldades, y sana todas tus dolencias. El Señor te rescata de la muerte, y te colma de favores y de su misericordia. El Señor te sacia con los mejores alimentos para que renueves tus fuerzas, como el águila».

Luego dije: Cuerpo, escúchame. ¡No soy un hombre anciano! Me rejuvenezco como el águila. Ése es uno de mis beneficios como hijo de Dios. Además, en Génesis 6:3, se afirma que los días del hombre sobre la Tierra serán 120 años, por tanto, ¡aún estoy en lo mejor de mi vida!

He confesado palabras como ésas todos los días por décadas. ¿Por qué? Porque sé que cuando lo hago, cada célula de mi cuerpo, de mis huesos, de mis coyunturas, de mis ojos, e incluso de mi cabello, las escuchan.

También responden cuando yo las declaro, porque yo no me inventé esas palabras, éstas provienen de mi Padre celestial.  Son Sus palabras y Su poder reside en ellas. Él las dijo a través de la Biblia, y las activa y revela en mí a través del Espíritu Santo. Y cuando las confieso, Él las respalda con Su poder y hace que pasen.

Asi que ahí lo tienes. Ése es mi secreto. En pocas Palabras, ése es el secreto más efectivo contra el envejecimiento que alguien haya descubierto —y ésta es la mejor parte: Este secreto hará más que sólo mantenerte joven. Obrará en tus finanzas, en tus circunstancias, eliminará los efectos de la maldición que se mencionan en Deuteronomio 28 y hará que LA BENDICIÓN se manifieste en cada área de tu vida.

El árbol que habló

Alguien podría decir: “Bien, no comprendo cómo puede hacer alguna diferencia el hablarle a mis huesos, mis rodillas, mi dinero y a mis circunstancias. Después de todo, no pueden escuchar”.

De acuerdo con Jesús, sí pueden escuchar.

Por esa razón, en el Nuevo Testamento, en los relatos de los comienzos de Su ministerio terrenal, vemos con frecuencia que Él le habla a las cosas. Por ejemplo, la vez en que Él visitó la casa de Simón Pedro. Cuando llegó allí, y encontró a la suegra de Pedro enferma con una fiebre muy alta: «Él se inclinó hacia ella y reprendió a la fiebre, y la fiebre se le quitó. Al instante, ella se levantó y comenzó a atenderlos» (Lucas 4:39).

Aunque la mayoría de las personas  se reirán de la idea de que la fiebre escucha, ésta claramente escuchó porque: «se le quitó. Al instante, ella se levantó y comenzó a atenderlos».

En otra ocasión, encontramos a Jesús hablándole a los elementos naturales de la Tierra. Quizá recuerdes la historia. Jesús atravesaba el mar de Galilea con Sus discípulos, cuando:

«…se levantó en el lago una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca, pero él dormía. Sus discípulos lo despertaron y le dijeron: «¡Señor, sálvanos, que estamos por naufragar!» Él les dijo: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?» Entonces se levantó, reprendió al viento y a las aguas, y sobrevino una calma impresionante. Y esos hombres se quedaron asombrados, y decían: «¿Qué clase de hombre es éste, que hasta el viento y las aguas lo obedecen?» (Mateo 8:24-27).

Déjame preguntarte algo: ¿Puede el viento escuchar? ¿Puede el agua escuchar? Sí, es obvio que pueden porque escucharon a Jesús… y en el instante que escucharon, la tormenta cesó.

“Pero hermano Copeland, ése era Jesús. Él es el Hijo eterno de Dios”.

Sí, lo es. Sin embargo, ésa no es la razón por la que la tormenta le respondió. La tormenta le habría obedecido a los discípulos también si ellos le hubieran hablado como Él lo hizo. Jesús les dijo lo mismo cuando les preguntó por qué tenían tan poca fe: ¿Por qué tuvieron que despertarme? ¿Por qué no usaron su fe y se hicieron cargo de la tormenta ustedes mismos?

Si deseas una confirmación más profunda de estas preguntas, lee lo que sucedió en Marcos 11:13-14, allí vemos a Jesús, una vez más, hablándole a algo. En esta ocasión, fue a una higuera: «Al ver de lejos una higuera con hojas, fue a ver si hallaba en ella algún higo; pero al llegar no encontró en ella más que hojas, pues no era el tiempo de los higos. Entonces Jesús le dijo a la higuera: «¡Que nadie vuelva a comer fruto de ti!» Y sus discípulos lo oyeron».

Sé que aquí estoy siendo repetitivo, pero para enfatizar más este aspecto, permíteme preguntarte una vez más: ¿Pueden escuchar los árboles?

Sí, claro que pueden. De hecho, no sólo pueden escuchar —también pueden hablar.

Esta higuera en particular, le dijo a Jesús: “No recibirás ningún fruto de mí hoy”. Pero en lugar de alejarse y permitir que la higuera tuviera la última palabra, como lo haría la mayoría de las personas, Jesús le respondió.

¿Cómo supo cuál sería Su respuesta?

Él escuchó en Su interior, oyó lo que Su Padre le estaba diciendo, y lo repitió. Jesús siempre actuó de esa manera. Así como Él lo explicó en el evangelio de Juan: «El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve que el Padre hace; porque todo lo que el Padre hace, eso mismo lo hace el Hijo. Yo no puedo hacer nada por mí mismo. Yo juzgo según lo que oigo… yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí… Las palabras que yo les hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre, que vive en mí, es quien hace las obras» (Juan 5:19, 30, 14:11, 10).

Esto significa que cuando Jesús le habló a la fiebre, a la tormenta y a la higuera, no dijo algo que se le ocurrió. Él no estaba hablando Sus propias palabras. Él estaba declarando las palabras del Padre. Cuando las dijo, el Padre, quien habitaba en Su interior, llevó a cabo la obra.

Éste es el proceso mediante el cual opera todo el reino de Dios, y funcionará para nosotros de la misma forma que funcionó para Jesús.

Desconecta el ruido ambiental

“Pienso que eso no es cierto.” dirá alguien, “Jamás he podido actuar como Jesús lo hizo”.

¿Por qué no? Como creyente, ¿no has sido tú recreado a Su imagen? ¿Acaso el mismo Espíritu Santo que habitó en Jesús cuando estuvo en la Tierra no habita en tu interior? ¿Acaso no tienes la misma habilidad de escuchar y confesar la PALABRA de Dios?

¡Ciertamente la tienes!

Entonces, ¿por qué el Padre, que habita en ti, no respaldaría Su PALABRA cuando tú la declaras en fe? ¿Por qué no haría la obra necesaria para que se cumpla esa Palabra en tu vida, así como lo hizo con Jesús?

La respuesta es obvia. ¡Sí lo hará!, Jesús expresó: «De cierto, de cierto les digo: El que cree en mí, hará también las obras que yo hago; y aun mayores obras hará, porque yo voy al Padre» (Juan 14:12).

Y también por eso, Él les dijo lo que les dijo a los discípulos cuando vieron la higuera, y exclamaron: «¡Mira, Maestro! ¡La higuera que maldijiste se ha secado!». Jesús les dijo: «Tengan fe en Dios. Porque de cierto les digo que cualquiera que diga a este monte: “¡Quítate de ahí y échate en el mar!”, su orden se cumplirá, siempre y cuando no dude en su corazón, sino que crea que se cumplirá» (Marcos 11:21-23).

Observa que Jesús no declaró: “Bueno, ahora esperen un minuto. No intenten hacer esto. No vayan por ahí hablándole a los árboles, pues no los escucharán. El viento tampoco ni el agua. Ellos sólo me escucharán a Mí porque yo soy el Hijo de Dios”.

No, él les dijo todo lo contrario. Y hasta les dijo que incluso las montañas escucharían y se moverían ¡si alguno les habla en fe!

A esto, agrégale el hecho de que la fe viene por oír la PALABRA de Dios (Romanos 10:17). Y rápidamente, entenderás que, si quieres hacer las obras que Jesús hizo, lo primero que debes hacer es permanecer tranquilo y tener oídos para escuchar lo que Dios te esta diciendo. Desconéctate del ruido ambiental que te rodea. Deja de escuchar a la higuera, a la fiebre y a la tormenta.

Si continúas escuchándolos, terminarás repitiendo lo que ellos dicen; y exactamente  eso es lo que el diablo quiere que hagas. El enemigo desea engañarte para hacerte declarar que te estás volviendo viejo a los 30 años. Cada vez que olvides algo, quiere que digas: “Siempre escuché que la memoria es lo primero que se pierde. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!”.

¡Eso no es gracioso! Eso abre la puerta para que el diablo tergiverse el proceso del reino. Cuando tú declaras lo que él dice, autorizas que él obre y que se cumplan esas palabras negativas.

¡No se lo permitas! Si una enfermedad ha atacado tu cuerpo y te está diciendo que te quitará la vida, no te pongas de acuerdo con eso ni repitas lo que está diciendo. ¡Díle a esa enfermedad que se calle! Luego sintoniza la frecuencia de Dios, pues Él está diciendo algo completamente diferente: «Por sus heridas fueron ustedes sanados» (1 Pedro 2:24).

No solamente lo ha dicho en la Biblia, sino te lo revela de forma directa a tu espíritu. Tampoco te habla desde algún lugar lejano en el cielo, Él te habla a tu interior porque es allí donde Él vive. Por tanto, si escuchas tu interior, escucharás a Dios.

Dios no te condenará con la maldición como lo hace con la higuera, la fiebre y las tormentas de la vida. El Señor declarará LA BENDICIÓN sobre ti. El Señor te recordará Gálatas 3:13-14: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, y por nosotros se hizo maldición (porque está escrito: «Maldito todo el que es colgado en un madero»), para que en Cristo Jesús la bendición de Abrahán alcanzara a los no judíos».

Tú, como hijo de Dios nacido de nuevo, tienes el derecho comprado con sangre de disfrutar una vida BENDECIDA. Sin embargo, para vivir de esa manera, necesitas escuchar y confesar las palabras de LA BENDICIÓN. Debes inclinar tu oído por completo a Dios y adoptar la siguiente actitud: Sé lo que están diciendo las circunstancias, sé lo qué están hablando mis vecinos, pero lo único que importa es lo que Dios afirma; ¡pues lo que Él declara es la verdad!

Hace varios años, tomé esa actitud cuando me encontraba predicando en la isla de Jamaica, en las Antillas. Estuve ministrando casi los siete días de la semana por meses. Un día después de haber predicado desde las 9 a.m. hasta las 5 p.m., al dirigirme a mi siguiente reunión —la cual había sido programada para durar todo el día— me quedé sin voz.

Como ya casi era la hora del almuerzo, entonces les dije a las personas que fueran a comer, y yo volví al cuarto de oración para pedir por la situación. Cuando lo hice, estas palabras surgieron de mi corazón: Por Sus heridas fueron ustedes sanados. Abrí mi Biblia, leí ese versículo y susurré: ¡Amén! Declaré ese versículo como la verdad y expresé: Padre, en lo que a mí respecta, estoy sano; por tanto, saldré y predicaré.

En ese momento, no hubo ningún cambio notorio en mi cuerpo. Cuando regresé al podio para la reunión de la tarde, difícilmente podía emitir una palabra. No obstante, sostuve el micrófono junto a mi boca para que la gente pudiera escucharme, y comencé a declarar las palabras que Dios me ha dicho.

“Si le hubiera preguntado a mi voz si yo estaba sano, me habría contestado: No. Yo sólo susurraba. Si les hubiera preguntado a ustedes si yo estaba sano, hubieran dicho: No. Pero no les estoy preguntando a ustedes ni a mi cuerpo”. Y mientras hablaba, mi voz comenzó a escucharse más fuerte.

“Le pregunté a la PALABRA de Dios”. Continué diciendo, a medida que mi voz se hacía más fuerte.

¡Y en ella se afirma que soy sano! Exclamé a gran voz.

Para cuando terminé la última oración, mi voz era tan fuerte que pude predicar por tres horas más. Después de terminar el servicio, me dirigí hacia la siguiente reunión y prediqué por otras dos horas. Me sentí contento de hacerlo, pues al terminar la reunión, una mujer que estaba completamente ciega, fue sana.

¿Por qué paso de esta manera? Porque mi cuerpo estuvo escuchando y también el de ella, y cuando declaré lo que Dios dijo, el Padre que mora en mí, ¡llevó a cabo la obra!

Y lo mismo puede sucederte a ti.

Todos los días, tu vida está escuchando. Por tanto, dale a Dios la oportunidad de obrar. Sintoniza Su voz, abre tu boca y permite que las fiebres, las higueras y las tormentas escuchen lo que Él está diciendo.

Declara lo que Dios te habla, mantente joven, fuerte y sé BENDECIDO. Pues, ¡es una maravillosa forma de vivir!

Texto extraído de: Revista LVVC – Edición junio 2014, página 4