«Acercándose uno de los escribas, que los había oído disputar, y sabía que les había respondido bien, le preguntó: ¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento.»
(Marcos 12:28-30)
La más grande imagen del pacto de amor que se haya visto sobre la Tierra fue la relación entre el SEÑOR Jesús y Su Padre celestial. Se amaban el uno al otro con amor absoluto e inquebrantable. El Padre exaltó a Jesús diciendo: «Este es mi Hijo amado… a él oíd» (Mateo 17:5). Y Jesús exaltó al Padre y declaró: «…nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo» (Juan 8:28).
A través del amor, ellos se encontraban en perfecta unión uno con el otro.
Algunas veces pensamos que Jesús mantuvo esa perfecta unión con el Padre, pues sólo nos enfocamos en el hecho de que Él era el Hijo de Dios. Pero le recuerdo que también era el Hijo del Hombre. Jesús fue tan humano durante Su vida terrenal como usted y yo. Se cansó, tuvo hambre y sed como cualquier otra persona. Él experimentó presión y tentación.
Sin embargo, Jesús siempre obedeció al Padre. No pecó ni una vez ni quebrantó el pacto con Dios, ¿por qué? Porque se encontraba tan enamorado de Su Padre que no podía soportar romper esa unión. Él estaba tan comprometido con el Padre y el Padre con Él, que cuando caminaban juntos usted no podría diferenciar dónde comenzaban los pasos de uno, y dónde terminaban los pasos del otro. Ellos se fusionaron a través del amor.
Por esa razón, Jesús agonizó en gran manera en el huerto de Getsemaní. Tan sólo pensar en separarse del Padre hizo que sudara gotas de sangre. No estaba molesto por el dolor físico ni por la muerte que experimentaría en la Cruz, sino estaba sufriendo por la idea de separarse de Su Padre. Esto causó en Él tanto dolor que tan sólo pensar en ello casi lo mata.
En realidad, fue el amor que Jesús tenía por el Padre —el mismo amor que produjo la vida y la unión que ellos tenían—, el que demandó que esa unión fuera quebrantada. Fue el amor el que lo llevó a la Cruz para derramar Su sangre de vida. Fue el amor el que le hizo aceptar en Su espíritu puro y sin pecado, todo el horror de la humanidad caída. Fue el amor el que lo llevó al infierno a sufrir el castigo por nuestro pecado.
Jesús amó tanto al Padre que anhelaba entregarle de nuevo el mundo que Dios tanto amaba. El padre amaba tanto a Jesús que al cumplirse la redención le dio el Nombre que es sobre todo nombre, y lo coronó como SEÑOR de todo. Ése es un verdadero pacto de amor.