«Y arribaron a la tierra de los gadarenos, que está en la ribera opuesta a Galilea. Al llegar él a tierra, vino a su encuentro un hombre de la ciudad, endemoniado desde hacía mucho tiempo; y no vestía ropa, ni moraba en casa, sino en los sepulcros. Este, al ver a Jesús, lanzó un gran grito, y postrándose a sus pies exclamó a gran voz: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes. (Porque mandaba al espíritu inmundo que saliese del hombre, pues hacía mucho tiempo que se había apoderado de él; y le ataban con cadenas y grillos, pero rompiendo las cadenas, era impelido por el demonio a los desiertos).»
(Lucas 8:26-29)
Cuando vivimos en temor y nos enfocamos en nuestra auto preservación, en lugar de vivir en amor y confiar en la protección de Dios; no sólo estamos perdiendo el gozo de nuestra salvación; si no nos estamos perdiendo el gozo de ministrar esa salvación a otros. ¿Cuántas veces por temor hemos retrocedido y fallado en testificar acerca de Jesús, porque nos sentimos intimidados por esa persona? ¿Cuántas veces nos hemos enfocado tanto en cuidar de nosotros, en tiempos difíciles o de crisis que nos hemos perdido la oportunidad de cuidar de alguien más?
A menudo, cuando leo acerca de cómo Jesús trató al endemoniado de Gadara, pienso en que la mayoría de cristianos hubiera huido a causa del temor. Al ver aquel maniaco aproximarse hacia ellos, no les habría importado tanto su liberación, sino ¡salvarse a sí mismos!
En lo personal, estoy convencido que ese hombre no iba hacia Jesús para adorarlo. Su intención era matarlo, pero no pudo porque Jesús vivía en el perfecto amor y protección de Dios. Y como resultado, aquel sujeto se fue a casa libre de la legión de demonios, y le testificó a otros acerca del amor y del poder de Dios.
Quizá no existan muchos creyentes viviendo en ese tipo de amor —pero sí hay algunos—. Hace un año, escuché de uno de ellos, mientras visitaba a un amigo que estaba en prisión. Mi amigo irrumpió en la casa de una anciana y mientras robaba sus cosas, ella se acercó y lo agarró. Y en lugar de gritar o desmayarse, lo sentó y le leyó la Biblia. Él me expresó: «Sabes, aquella mujer me habló y me convenció de entregarme. No sé porque tuvo tanto poder sobre mí. Pero sí sé lo siguiente, si no hubiera venido a prisión, nunca habría conocido a Jesús. Y jamás hubiera nacido de nuevo».
Medite en ese ejemplo, el poder del amor no sólo protegió a aquella mujer y detuvo al ladrón, sino también hizo que aquel hombre fuera salvo. Si ella pudo andar en ese tipo de amor, ¡todos nosotros también! Y entre más vivamos en amor, más personas libres veremos.