Juzgando por el tamaño del regalo que me esperaba bajo el árbol de navidad el 25 de Diciembre de 1953, mis sueños no se habían hecho realidad. El regalo que había estado esperando de mis padres por 10 largos años, no estaba a la vista. La Navidad había llegado otra vez, y a pesar de que quería una motocicleta desde que había nacido, a los 16 años aún no la tenía.
Después de que mi madre nos recordara —como siempre—, que éste era el cumpleaños de Jesús, y de nuestro tiempo de oración en familia, me estiré hacia la base del árbol para alcanzar mi regalo. No era más grande que un libro, pero el peso del mismo me sorprendió.
Pensé: ¿Qué cosa podría ser tan pesada? Rasgando el papel y el moño, encontré una pila de revistas con una nota en la parte superior.
Leía: estoy al frente del garaje.
Por una fracción de segundo, observé fijamente las palabras, mientras mis rodillas se aflojaban. Luego, con mi corazón latiendo a mil por hora, corrí hacia la puerta, abriéndola. Lo que mis ojos veían, literalmente, me tumbó al piso.
Frente al garaje, había una motocicleta 1952 modelo Triump Thunderbird. La palabra emocionado ni siquiera empieza a describir lo que sentí en ese momento.
Levantándome del lugar donde había caído, les agradecí a mi mamá y a mi papá, agarré mi chaqueta, y salté en mi nueva motocicleta para probarla en la calle.
Cuando regresé a la casa esa noche, había manejado más de 160 km en el frío invernal, y en mi cara se había congelado una sonrisa de oreja a oreja.
¡Qué Navidad más maravillosa! Estaba tan emocionado por esa motocicleta, que pensé que ése era el mejor de los regalos. Pero resultó no ser cierto. Algunos años después, descubrí que Dios nos ha dado un regalo muchísimo mejor.
Nos ha dado a Su Hijo, Jesús — y lo que Dios ha hecho por nosotros a través de Él es mil veces más emocionante que cualquier otro regalo de Navidad que pueda existir.
Más de lo que hayas soñado
Quizás digas: “Pero hermano Copeland, he escuchado acerca del nacimiento de Jesús toda mi vida, y a pesar de que estoy feliz por ese acontecimiento, ya no me emociono más con ese tema”.
Esto quizás se deba a que hay cosas que todavía no has escuchado. Tienes la misma actitud que yo tenía cuando vi el regalo bajo el árbol de Navidad: no puedes percibir todo lo que te ha sido dado. No has descubierto completamente que en Jesús has recibido más de lo que alguna vez puedas soñar.
Puedes ver un destello de lo que estoy diciendo en Juan 1, donde la Biblia describe el nacimiento de Jesús de la siguiente manera: «En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra. La Palabra estaba en el principio con Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas. Sin ella nada fue hecho de lo que ha sido hecho. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad… Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria (la gloria que corresponde al unigénito del Padre), llena de gracia y de verdad» (versículos 1-4, 14).
Esos versículos no se asocian normalmente con la Navidad porque no se focalizan en las cualidades naturales de Jesús. No lo representan como ese bebé en un pesebre, la forma en que la gente generalmente piensa acerca de Jesús en esta temporada del año. En su lugar, lo revelan como lo que realmente era y es: un miembro eterno de la divinidad, el creador del universo, la luz divina de la humanidad y la PALABRA viva del Dios todo poderoso.
Cuando Jesús nació, puede que luciera pequeño en su apariencia, tal como un bebé normal. Pero en Su interior, Él era la PALABRA de Dios hecha carne, tan humano como cualquier hombre que haya existido, y al mismo tiempo, la verdadera encarnación de Dios.
El solo pensar en eso es asombroso — casi más de lo que podamos comprender. Pero, a pesar de ser lo suficientemente maravilloso, no es la historia completa. Justo en el medio de este pasaje bíblico en Juan se encuentra algo acreca de Jesús que es todavía más asombroso. De acuerdo con los versículos 12 y 13: «Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios».
Lee esos versículos nuevamente y medita en ellos por un momento. ¿Puedes ver cómo se refiere a aquellos que son creyentes? ¡Estos versículos hablan acerca de nuestro nacimiento de nuevo de la misma forma en la que hablan del nacimiento de Jesús! Ponen en la misma categoría a aquellos que hemos nacido del Espíritu, con Él que fue nacido del Espíritu, revelando una unión divina entre Él y nosotros, la cual nos pone en igualdad de condiciones.
“¿Qué?, ¡eso es ridículo!”, podrías decir. “¡Nosotros no somos iguales a Jesús!”
Sí, por más alarmante que parezca, el Nuevo Testamento dice que lo somos. Lo declara una y otra vez, y a pesar de que Jesús es el Rey de Reyes y SEÑOR de Señores,
Los que nos hemos unido al SEÑOR a través del nuevo nacimiento somos «un espíritu con Él» (1 Corintios 6:17).
Nos hemos revestido del nuevo hombre y hemos sido renovados en la «imagen del que lo creó hasta el pleno conocimiento» (Colosenses 3:10).
Hemos sido resucitados con Él, y sentados con Él en lugares celestiales (Efesios 2:6).
He estudiado esas escrituras y otras similares por mucho tiempo, y me son muy familiares. La verdad es que las predico todo el tiempo. Sin embargo, recientemente, el SEÑOR me compartió algo acerca de ellas que me asombró. Me dijo que, como creyentes nacidos de nuevo, nosotros somos gemelos idénticos de Jesús.
Correcto —gemelos idénticos—.
En 48 años de ministerio, nunca había escuchado al SEÑOR decir tal cosa. Pero supe inmediatamente que era cierto, ya que 1 Pedro 1:23 dice que somos «renacidos, no de simiente (semilla) corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (RVR60).
Todo el mundo sabe que cuando dos personas nacen de la misma semilla natural, nacen como gemelos idénticos. Así que lo que el SEÑOR estaba diciéndome era la misma verdad en el ámbito espiritual. Aunque nosotros, como creyentes, somos diferentes los unos de los otros física y externamente, en el interior, nuestro ser espiritual es exactamente como Jesús. Todos nosotros somos su gemelo idéntico — nacidos de la misma semilla, concebidos en el mismo proceso, por el mismo Padre… lo que significa que la historia de Navidad no se trata solamente acerca de Jesús.
También es acerca de nosotros.
La historia más grandiosa alguna vez contada y la pregunta que raramente se hace
Es probable que recuerdes cómo comienza la historia. De acuerdo con Lucas 1, el ángel Gabriel se apareció a una virgen llamada María. Y le dijo que era bendita y altamente favorecida por el SEÑOR.
«Cuando ella escuchó estas palabras, se sorprendió y se preguntaba qué clase de saludo era ése. El ángel le dijo: “María, no temas. Dios te ha concedido su gracia. Vas a quedar encinta, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre JESÚS. Éste será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”» (versículos 29-33).
María respondió a este maravilloso anuncio con una pregunta muy simple. Ella dijo: «¿Y esto cómo va a suceder? ¡Nunca he estado con un hombre!» (Versículo 34). Ella no hace esa pregunta dudando en lo que el ángel le estaba diciendo. Al contrario, ella había escuchado atentamente y creído lo que se le había dicho.
Ella solamente quería estar segura de que había entendido completamente lo que iba a pasar. ¿Iba a tener un hijo después de casarse? O, ¿Dios tenía algo más en mente? Ésas eran preguntas justas, y el ángel se las respondió diciendo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios… ¡Para Dios no hay nada imposible!» (Versículos 35, 37).
Es importante darse cuenta que aquí Gabriel no estaba hablando por sí mismo cuando dijo esas cosas. Sus palabras no eran propias. Como el arcángel que estuvo ante la presencia del Dios todopoderoso, el simplemente estaba entregando la PALABRA del SEÑOR. Él solamente estaba diciendo lo que el Padre ya había dicho.
Eso fue lo que Jesús hizo cuando estuvo en la Tierra. Como lo dijo en Juan 14:10: «¿No crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí? Las palabras que yo les hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre, que vive en mí, es quien hace las obras». Aquí, Gabriel estaba haciendo lo mismo: estaba hablando como representante de Dios, y no por sí mismo.
Al escuchar sus palabras, María respondió: «“Yo soy la sierva del Señor. ¡Cúmplase en mí lo que has dicho!” Y el ángel se fue de su presencia» (Lucas 1:38).
La mayoría de la gente ha escuchado o leído esta parte de la historia de Navidad cantidad de veces, pero hay una pregunta que muy rara vez se hacen: ¿cuándo se cumplieron exactamente las palabras que Gabriel pronunció sobre María? ¿En qué momento el Espíritu Santo la cubrió, y sembró la semilla de la PALABRA viva de Dios en su vientre, haciéndola concebir?
Te diré cuando.
Pasó en el preciso momento que María se entregó a sí misma al SEÑOR, creyó Su PALABRA, y liberó su fe con las palabras de su boca. En esencia, ocurrió cuando dijo: “¡soy toda tuya, SEÑOR! Te pertenezco. Que se haga en mí, como lo has dicho”.
En ese momento, María se entregó a sí misma en fe a Dios y Él le dio Su Hijo. El Espíritu Santo, quien había estado revoloteando sobre ese lugar, hizo de la PALABRA de Dios una realidad y Su PALABRA se hizo carne en el vientre de María.
Del hijo único engendrado, al primogénito
“Hermano Copeland, estoy de acuerdo. Ésa es una historia maravillosa, pero es acerca de Gabriel, María y Jesús; no acerca de creyentes como tú y yo”.
Sí, lo es, y te diré el porqué: la misma cosa que le pasó a María cuando ella creyó la PALABRA de Dios y se entregó a sí misma en fe, ocurre en nosotros cuando somos salvos. En el momento que creemos la PALABRA y decimos: “Jesús, ven a mi corazón, te recibo como mi SEÑOR y Salvador”, el Espíritu Santo se posa sobre nosotros e implanta la semilla incorruptible de la PALABRA eterna de Dios en nuestro espíritu, y nacemos de nuevo.
Eso significa que nosotros somos tan nacidos del Espíritu como Jesucristo de Nazaret. Nuestro ADN espiritual es la PALABRA del Dios viviente.
Quizás te preguntes: ¿Pero, y qué acerca de Juan 1:4? “Ese versículo se refiere a Jesús como el Hijo único engendrado de Dios”.
Ciertamente así es —y Él era el único engendrado cuando nació en la Tierra—. Pero, una vez crucificado y resucitado, nunca más fue llamado el Hijo único engendrado de Dios. Desde ese momento, fue llamado: «el primogénito de entre de los muertos» (Colosenses 1:18).
¿Por qué? Porque a través de la obra de la Cruz y la triunfante Resurrección, Él hizo posible que nacieran en la familia de Dios muchos hijos e hijas. Al destruir el poder del pecado que había dominado la humanidad desde la caída de Adán, y al reconciliar al mundo con Dios (2 Corintios 5:19), Él se convirtió no sólo en el Hijo de Dios, sino también en el hermano mayor de todo aquel que ponga su fe en Él.
Como resultado, desde el día de Pentecostés, el Espíritu Santo ha estado revoloteando en la Tierra, tal como lo hizo sobre María. Él ha estado presente, listo para hacer que la PALABRA de Dios suceda en la vida de todo aquel que cree y dice como ella dijo: “!Que se haga en mi según tu Palabra!”
Si eres un creyente, el Espíritu Santo estaba revoloteando sobre ti el día que naciste de nuevo, y ahora no sólo revolotea, sino que vive en tu interior. Él nunca está estancado; siempre está moviéndose. Siempre está esperando a que pongas la PALABRA de Dios en tu corazón y en tu boca para hacerla una realidad. Como Jesús dijo: «el Padre, que vive en mí, es quien hace las obras» (Juan 14:10).
Si necesitas sanidad, puedes declarar la PALABRA de Sanidad y el Espíritu Santo se moverá en ella para encarnarla en tu cuerpo. Si estás en alguna clase de esclavitud financiera, puedes declarar la PALABRA de prosperidad y el Espíritu Santo se moverá en ella y te liberará. Si eres padre o madre, puedes declarar la PALABRA de Dios sobre tus hijos y el Espíritu Santo se moverá en ella, encarnándola en sus vidas.
¡Estas son las buenas nuevas! Es lo que el ángel del SEÑOR estaba proclamando a los pastores cuando estaban cuidando de sus rebaños en los campos de Belén:
«Pero el ángel les dijo: “No teman, que les traigo una buena noticia, que será para todo el pueblo motivo de mucha alegría. Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: Hallarán al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. En ese momento apareció, junto con el ángel, una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios y decían: “¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra a todos los que gozan de su favor!”» (Lucas 2:10‑14).
Personalmente, creo que los ángeles que aparecieron al final de ese pasaje estaban tan emocionados acerca de este mensaje, que solamente explotaron en la escena. No pudieron contenerse. Estaban absolutamente deleitados de traer las buenas nuevas de que la guerra entre el Cielo y la Tierra había terminado; ¡Dios había hecho las paces con la humanidad y liberado Su buena voluntad hacia ellos!
Por supuesto, en ese tiempo, aún los ángeles no podían entender completamente la magnitud de lo que estaba pasando. La mayoría del plan de Dios estaba oculto para ellos. Pero, mientras nosotros miramos al pasado, podemos ver completamente esta maravillosa verdad: en la primera Navidad, el sacrificio perfecto de Dios nació en la Tierra. Jesús, la PALABRA viva, había venido para pagar para siempre la deuda del pecado por todos los hombres. En menos de 33 años, Su sangre sería derramada; Él resucitaría de entre los muertos, y cualquier hombre, mujer o niño en la Tierra tendría el derecho de creer en Él y convertirse en una nueva creación. Sin importar cuán pecadora la persona hubiera sido, podría recibir a Jesús como Salvador y su vieja vida se terminaría, todas las cosas se transformarían en algo nuevo y su espíritu podría transformarse exactamente como Jesús —su gemelo idéntico—.
¡Qué emoción! El solo pensarlo me hace sentir nuevamente como en esa Navidad de 1953. Pero existe una gran diferencia: el triunfo que encontré esperando por mí al frente de mi casa cuando tenía 16 años ya se ha ido. Pero el triunfo que encontré en Jesús, durará por siempre. Estaré andando con Él por la eternidad, viviendo por fe y declarando Su PALABRA con una sonrisa en mi rostro que nunca se borrará. «Pero gracias a Dios, que en Cristo Jesús siempre nos hace salir triunfantes, y que por medio de nosotros manifiesta en todas partes el aroma de su conocimiento»
(2 Corintios 2:14).
Si Jesús es tu SEÑOR y Salvador, tú también lo harás. Así que adelante, emociónate. Celebra el nacimiento de Jesús como tu propio nacimiento —y vive por la eternidad un sueño hecho realidad—.