«Debemos siempre dar gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es digno, por cuanto vuestra fe va creciendo, y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás.»
(2 Tesalonicenses 1:3)
Es probable que, aunque sepamos que Dios es amor, sigamos estando inseguros con respecto a lo que el amor hará por nosotros. Quizá nos preguntemos: ¿Me ayudaría el amor de Dios cuando comience a caer? ¿Cuán lejos llegaría este amor por mí? ¿Me ayudaría el amor de Dios aún cuando haya actuado de manera inadecuada, y haya hecho las cosas mal?
A medida que descubramos y meditemos en las respuestas bíblicas a esas preguntas, nuestra fe en el amor de Dios crecerá de manera exuberante. Y llegaremos a un punto donde no sólo lo sabremos, sino que creeremos en el amor que Dios tiene por nosotros.
Por experiencia personal, puedo testificarle cuán importante es creer en ese amor. Pues años atrás, cuando era un joven creyente, mi escasa fe en el amor de Dios, casi me costó la vida. En aquel entonces, fumaba tres paquetes de cigarrillos al día. (Y Dios en Su misericordia ¡me salvó, aún teniendo esos cigarrillos en mi bolsillo! Algunas personas no creen que Dios haría algo así. Pero están equivocadas, y yo soy una prueba viviente de que sí lo haría).
Cinco minutos después de haber nacido de nuevo, yo quería deshacerme de ese mal hábito. Sin embargo, me llevó algo de tiempo llenar mi corazón lo suficiente de la PALABRA para ser libre de ello. Y lo logré durante una convención de tres semanas en Houston, Texas. Estaba tan lleno de la PALABRA que me olvidé por completo de los cigarrillos. No fumé durante todo ese tiempo y cuando me percaté ¡ya era libre!
No obstante, ocho meses después, me salí de la voluntad de Dios. Di un paso dentro del ámbito de la desobediencia y el deseo por los cigarrillos, regresó más fuerte que nunca. Luché contra éste, y le rogué a Dios que me ayudara; sin embargo, estaba muy atormentado por la condenación como para creer que Él en realidad me ayudaría. No tenía la fe suficiente para confiar que Su amor me rescataría de esa situación. Entonces, volví a caer en ese horrible hábito.
Me sentía tan desanimado y disgustado conmigo mismo que dejé de luchar contra el pecado. Y pensé: Bueno, si ya estoy haciendo esto… qué más da si por completo me sumerjo en el pecado.
Poco tiempo después, perdí hasta el deseo de vivir. Y si no hubiera sido por mi esposa y las oraciones de mis padres, no hubiera logrado superar esa misma situación. Sin embargo, Gloria no se daba por vencida. Se sentaba a mi lado en la cama, y se mantenía diciéndome que Dios me amaba y que no se apartaría de mí. Ella lo dijo una vez… y otra vez… y otra vez… hasta que por fin pude creerlo.
Cuando logré creer, tuve la confianza de correr (¡no de caminar, sino de correr!) hacia Dios, arrepentido y confiado en que Él me aceptaría. Me levanté en fe con el amor de Dios y volví a deshacerme de ese mal hábito. Y desde entonces, no los deseo más. He permanecido libre —no sólo por saber que Dios es amor, sino por creer que siempre puedo contar con ese amor—.