«Enseñaba Jesús en una sinagoga en el día de reposo; y había allí una
mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y
andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando
Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad. Y
puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a
Dios. Pero el principal de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiese
sanado en el día de reposo, dijo a la gente: Seis días hay en que se debe
trabajar; en éstos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo”
(Lucas 13:10-14).
El amor se interesa más en suplir las necesidades de una persona que en analizar el trasfondo teológico. Su interés se enfoca en ayudar a resolver los problemas de alguien, no en averiguar quién es el culpable.
He escuchado grandes discusiones espirituales referentes a la opresión que un demonio puede ejercer sobre el espíritu de un cristiano, o si éste sólo puede oprimir su alma y su cuerpo. Se han invertido incontables horas discutiendo este tema, mientras que muchos creyentes que sufren tormentos demoniacos continúan sin recibir ayuda.
Cuando un demonio atormenta a un creyente, no debe importarnos dónde se encuentra. Podría estar en su bolsillo ¡a quien le importa! Lo que interesa es liberar a ese hermano.
Quizá usted no acostumbre a debatir acerca de demonios. Sin embargo, todos en algún momento hemos adaptado la mentalidad de los fariseos en nuestra vida. ¿Cuán a menudo habla con otro creyente acerca de las equivocaciones de algún hermano? ¿Qué tan seguido se involucra en conversaciones donde critican a otras personas de la iglesia?
Por ejemplo, hay creyentes que critican de la siguiente manera: “¡Esa mujer necesita prestarle más atención a sus hijos¡ ¿Ha notado cómo los viste? ¡Ni siquiera los peina antes de venir a la iglesia¡ Claro, no estoy afirmando que eso sea grave, pero usted me entiende. Es sólo que me preocupan esos niños”.
Si en realidad nos preocupáramos por esos niños, nos acercaríamos con amabilidad a ayudar a esa madre; en lugar de criticarla. Oraríamos por ella, y la visitaríamos para saber qué podemos hacer por ella. Les compraríamos ropa nueva a los niños, si la necesitaran. En lugar de enfadarnos, porque esa madre no vive a la altura de nuestros estándares religiosos, animémosla… apoyémosla… y honrémosla (a pesar de sus limitaciones) como una hija que es del Dios altísimo.
Realicemos lo que sea para que supere sus dificultades, y dejemos que continúe con su vida. Así es como actúa el amor.