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marzo 11, 2014

Esperanza para un mundo herido (por Melanie Hemry)

2-14_profileSergio Alvarado se sentó en una silla en el porche delantero de la pequeña casa donde vivía con su madre y su hermano en Fort Worth, Texas. A sus 14 años, se veía como la mayoría de niños de su edad, excepto por sus ojos: éstos lucían como los de un anciano, no como los de un niño. Reclinándose en la silla, Sergio escuchaba el ladrido de los perros, y cómo una madre llamaba a sus hijos para que entraran a su casa. Y se preguntaba que se sentiría tener una madre que cocinara, limpiara y cuidara de él; que se asegurara que se lavara detrás de las orejas y que terminara su tarea.

Apoyando su cabeza contra la pared, se preguntaba cómo se sentiría recibir el abrazo de una madre. Y pensó: Seguramente ella me abrazó alguna vez. Sin embargo, por más que intentó, no pudo traer a su mente ni un solo recuerdo.

Recordó, en cambio, los paisajes y sonidos de ciudad Juárez, México — su ciudad natal y el lugar donde había vivido la mayor parte de su vida. Su casa estaba en un lugar conocido como: “El callejón de la heroína”, a donde gente de Estados Unidos cruzaba la frontera para conseguir esa droga. Las estrechas calles estaban llenas de bares y prostíbulos. Gente deambulando por las calles, otras cocinando droga en una cuchara. Hermosas jovencitas prostituyéndose, para obtener heroína.

Sergio tenía 2 años de edad, y su hermano era sólo un bebé cuando su padre los abandonó. Ellos vivieron en casas sin techo, piso ni ventanas. Los muros era lo único en pie, como si eso sirviese de algo. Su madre se prostituía para poder sobrevivir, dejando sus hijos solos por días a la vez. Sergio, a la edad temprana de 3 años, era responsable de cuidar a su hermano. En ocasiones su madre los dejaba con una tía; o a veces llevaba los hombres a la misma casa.

Cerrando sus ojos, Sergio regresó mentalmente a Juárez, y a esa pequeña casa de dos habitaciones donde habían vivido. Tenía 7 años cuando sentado en el suelo observó a su madre convulsionar y caer de la silla. Él corrió hacia ella, pero dos hombres lo hicieron a un lado y le gritaron: «¡Apártate!».

Vio cuando estos hombres arrancaron su ropa y la arrastraron a la ducha. Luego, vio sangre en el brazo de su madre. Cualquier niño creciendo en el callejón de la heroína sabía lo que eso significaba.

Su madre había sufrido una sobredosis.

Mientras los hombres luchaban para revivirla, Sergio se recostó contra la pared y se deslizó hasta caer en el suelo. Se sentía tan viejo y exhausto. El quería salir de esa clase de vida, pero el único escape que podía imaginar era la muerte.

Su madre sobrevivió… como si a eso se le pudiera llamar “vida”.

Habían algunos recuerdos buenos, Sergio repite.

Asistir a la escuela, por ejemplo, era como teletransportarse a un universo alterno. Disfrutaba el olor de la comida y la ovación de la multitud en el estadio de básquetbol donde trabajaba vendiendo papas fritas. En la esquina del estadio, su madre conseguía heroína. Por años fue Sergio el que cuidaba de su mamá —tratando de hacer que se mantuviera sobria y pagando la fianza para sacarla de la cárcel—.

Sergio tenía 10 años cuando su madre los llevó ilegalmente a los Estados Unidos de América. Esa mudanza, en lugar de resolver los problemas, sólo complico más las cosas. Ellos no hablaban inglés. Y ese miedo al que Sergio se había enfrentado cada día lo amenazaba con tomar control de su vida, al tiempo que su madre se sumergía más y más en una espiral sin fondo.

Para ayudar a proveer un techo sobre sus cabezas, Sergio y su hermano repartían periódicos y lavaban platos. Cuando su madre no regresaba a casa, normalmente el la encontraba inconsciente en la banca de un parque.

Una noche Sergio escuchó algo que lo hizo enderezarse en la silla; bien entrada la noche, las estrellas brillando en el cielo, vio tambaleándose hacia la casa a su madre con un hombre.

El filo de su navaja brillaba, tan fría y dura como sus ojos. «Intenta meter a ese tipo a la casa, y lo apuñalo», le advirtió con un tono firme y amenazante.

Ella entró sola, mientras Sergio retomó su lugar como centinela en la puerta. Luego, cuando se quedó dormida, la ató a la cama con una cuerda. Sergio por fin respiró aliviado. Ella no podía beber o ingerir ninguna droga, a no ser que él la desatara.

Asi pudo descansar por unas horas, ¡que bendición!

Antes de irse, se detuvo; miró a su madre, y le dijo: «¿Vas a parar alguna vez? ¿Qué necesitas para hacerlo?».

Un ciclo de pobreza y desesperanza

Sergio explica: «Mi madre era analfabeta, y dio a luz a su primer hijo cuando tenía 12 años de edad. Al cumplir 19, ya tenía cuatro hijos cuyo padre ya había abandonado. Yo nací 10 años después que el más joven de esos cuatro. Para la época en que mi madre sufrió la sobredosis, el más joven de mis medio hermanos ya era adicto a la heroína».

«Mi madre usaba drogas, pero su principal adicción era el alcohol. Vi a mi padre menos de 12 veces en mi vida. Él venía de una buena familia en El Paso, Texas. Aunque me dio su apellido, su familia se rehusó a reconocerme a mí y a mi hermano. Mi padre era un hombre dulce cuando estaba sobrio; sin embargo, al igual que mi madre, era un alcohólico empedernido».

«Cuando cumplí 8 años, mi tía comenzó a llevarnos en ciudad Juárez a una pequeña iglesia pentecostal. Era blanca, rústica, de adobe. Las bancas estaban viejas y astilladas, y las paredes rotas y agrietadas. Sin embargo, la gente siempre estaba feliz y alabando a Dios. Me gustaba sentarme en la primera fila y escuchar al pastor».

«Aunque no sabía que significaba nacer de nuevo, hice la oración para recibir a Jesús. Mi madre estaba sobria y ese fue el año más feliz de mi vida. Luego, comenzó de nuevo a beber y todo se vino abajo. Al llegar a Fort Worth, mi madre estaba tan fuera de control que bebía cualquier cosa —perfumes y alcohol desinfectante—».

Solos y marginados

A sus 16 años, Sergio buscaba en las bancas de los parques, en los bares y burdeles de Fort Worth a su madre. Estaba acostumbrado a que ella desapareciera; pero esta vez ella no había vuelto a casa. Preocupado, frunció las cejas. ¿Se habrá encontrado esta vez al tipo incorrecto? ¿Estará muerta? ¿Estará internada en algún hospital? Quizá había sido arrestada.

Desesperado, Sergio se preguntaba qué sería de ellos si ella no regresaba. ¿Cómo sobrevivirían solos en un país extranjero?

Por fin, recibieron noticias de México. Su madre había regresado a ciudad Juárez sin ellos.

“Mira”, Sergio le dijo a su hermano menor: «somos inmigrantes ilegales. Aunque los dos trabajamos, no ganamos suficiente dinero para pagar la renta. ¡Tenemos que regresar a México!».

Ahorraron dinero y compraron un automóvil por USD 400. Aunque ninguno de los dos sabía conducir, dedujeron que no sería algo difícil. Colocando un mapa sobre su vieja mesa de cocina, trazaron el itinerario. Empacaron sus pocas pertenencias, y salieron de la casa con rumbo a El Paso, Texas. Y desde ahí, cruzaron la frontera hacia ciudad Juárez.

Meses después, y a sus 17 años, Sergio estaba sentado en un bar cuando uno de sus primos se sentó a su lado, y le dijo: «Acabo de ver a tu mamá».

Un escalofrío le recorrió por las venas, y le preguntó: «¿Está muerta?».

«Sí».

«¿Dónde está?».

«En la calle».

El ciclo se repite

Sergio explica: «Me senté a llorar, sentía una mezcla horrible de tristeza y alivio». Estaba muy cansado, sentía como si hubiera invertido toda mi vida en intentar mantener viva a mi mamá, y había fallado. Ella sólo tenía 50 años cuando murió sola en las calles. Tan triste como me sentía por su muerte, también estaba avergonzado por sentirme al mismo tiempo, aliviado; Bebí alcohol sin parar toda la noche».

«Ese fue un punto de inflexión en mi vida. Había probado las drogas cuando vivía en Fort Worth; sin embargo, luego de que ella murió me sumergí en una espiral sin control. Sabía que estaba siguiendo sus mismo pasos, pero me sentía sin fuerzas para detenerme.

Y quedé atrapado en un abismo de drogas y alcohol que duró 20 años».

«Dos años después de la muerte de mi madre, mi padre también murió de alcoholismo. Para ese entonces, yo ya era totalmente adicto a la cocaína. Me casé y tuve hijos; sin embargo, al igual que mi madre, no podía mantener una relación. Contrario a mi madre, siempre tuve y conservé un empleo. Contrario a mi padre, apartaba tiempo para involucrarme en la vida de mis hijos. Muchas veces sufrí sobredosis de cocaína y casi muero. Mi vida era como un tren desbocado y mis hijos eran lo único que me mantenía vivo».

Un día, Sergio llegó a recoger a sus hijos para pasar juntos el fin de semana de visitas asignado. Uno de sus hijos lo miró con disgusto y le dijo: «¿Vas alguna vez a parar de usar drogas? No quiero estar cerca tuyo nunca más».

El dolor fue asombroso. Había caído tan bajo, que aun su hijo no quería estar cerca suyo. En ese momento recordó cuando había atado a su madre a la cama, en su determinación de romper el ciclo.

Ahora, el ciclo se repetía a sí mismo.

Un clamor por ayuda

A los 37, Sergio vivía en una vieja casa de remolque en El Paso, Texas. Un día se paró afuera y miró al cielo. Exhausto más allá de las palabras, dijo: «Dios, estoy muy cansado. Si hay alguna oportunidad de cambiar mi vida, ¿podrías ayudarme?».

Unos días después, Sergio conoció a una mujer hermosa. Cuando le preguntó si podían salir, Yvette le respondió: «Sergio, si quieres establecer una relación conmigo, tienes que asistir al seminario para parejas de la iglesia».

Al darse cuenta que Yvette no se retractaría, Sergio asistió al seminario. Aunque estaba bajo el efecto de las drogas, recordó el gozo que descubrió en aquella pequeña iglesia pentecostal. Poco tiempo después, Sergio se hizo miembro de la Iglesia Abundant Life Faith en El Paso, Texas, rededicó su vida a Jesús y empezó a desintoxicarse de las drogas.

Sus 20 años de adicción no desaparecieron de la noche a la mañana. Sergio descubrió que para ser libre, su espíritu tenía que crecer y fortalecerse en la Palabra. Y tendría que resistir al diablo.

Sergio admite: «Es muy difícil dejar la cocaína. Esos 6 a 8 meses fueron muy difíciles. Me acostaba en la cama sufriendo el síndrome de abstinencia, cada célula de mi cuerpo clamaba por alivio. No me até a la cama, pero me envolvía a mí mismo en una cobija como si fuera un burrito mexicano y decía: ‘¡No me voy a mover!’».

«Tuve que resistir… resistir…resistir… y resistir un poco más. Si veía drogas en el televisor, todo mi cuerpo se agitaba. Algunas imágenes y olores estimulaban ese deseo. Finalmente, fui libre de las drogas. Libre de mi pasado y libre para vivir mi vida».

Dios tenía un plan

El 21 de mayo de 2002, Yvette y Sergio se casaron. Tres años después, uno de sus hijos se mudó a Fort Worth y más adelante su hija también. Hambriento por reconstruir su relación con ellos, Sergio y su esposa se mudaron allí también. Yvette empezó a trabajar en el Departamento de Servicio al Colaborador de los Ministerios Kenneth Copeland. Poco tiempo después, Sergio también se unió al equipo.

Sergio recuerda: «Cuando estuve en El Paso había escuchado las prédicas de Jerry Savelle, pero sólo había oído hablar acerca del hermano Copeland. Y comencé a prestarle atención a sus enseñanzas. El día que lo escuché decir que somos los profetas de nuestra propia vida, mi vida cambió para siempre. Luego, ¡aprendí acerca de la autoridad del creyente! Mensaje tras mensaje, empecé a crecer en la Palabra de Dios».

El botín es para el vencedor

Hace unos años, cuando Sergio estaba en Venezuela con el equipo de KCM para la Campaña de Victoria, le pidieron que interpretara al hermano Copeland en una iglesia local. Además, le informaron que viajaría con el hermano Copeland del hotel a la iglesia; así podría hablar con él antes de la reunión. Por primera vez en su vida, Sergio usaba un micrófono para ministrar la Palabra en español mientras el hermano Copeland predicaba.

Hoy, como miembro del equipo de ministros de KCM, Sergio viaja a través de Estados Unidos -California, Florida, Michigan, Wisconsin-. En agosto pasado, durante la Campaña de Victoria de 2013 en Venezuela, el hermano Copeland invitó a Sergio a la plataforma para que diera su testimonio. Frente a una audiencia de miles de personas, Sergio modestamente escuchó como el hermano Copeland decía: «Quiero presentarles a mi hijo espiritual».

Su madre lo había rechazado, su padre lo había abandonado; sin embargo, este hombre de Dios lo llamó: hijo. Sergio sabía que era LA BENDICIÓN de Dios, restaurando lo que estaba perdido.

En marzo del año pasado, y con una carga por su gente, Sergio regresó a ciudad Juárez. Se paró una vez más en el estadio de básquetbol, donde niño trabajó vendiendo papas fritas y donde su madre pasó la mayor parte del tiempo trabajando en los bares cercanos. Esta vez no se realizó un evento deportivo; las tribunas se llenaron con gente que alabó el nombre de Jesús. Bajo la dirección del Señor, Sergio había rentado el estadio y organizado una Campaña de Victoria en Juárez, trayendo pastores de Lima, Perú y de diferentes partes de los Estados Unidos.

Sergio explica: «Juárez es considerada una de las ciudades más peligrosas del mundo, y ésa es la razón porque la que Dios quiere que hagamos algo diferente en ese lugar».

En marzo de este año, Sergio participará con Courtney Copeland, la nieta de Kenneth Copeland, y ministrará durante un evento juvenil denominado: Reaction Tour. Luego, en Julio, el mismo estadio está rentado para realizar otra Campaña de Victoria en Juárez.

Además, el Señor dirigió a Sergio a comprar una propiedad en ciudad Juárez, en el área donde solía vivir.

“El me dijo que comprara un terrero, y construyera una iglesia donde se predique la Palabra de fe; y que la equipara con una cocina grande”, Sergio comenta. “Vamos a alimentar a esos niños con buena comida y con la Palabra de Dios. Él nos ha llamado a investir a esos niños con poder. Ése es un claro ejemplo de lo que significa mi relación de colaborador con KCM. Es como lanzar una cuerda de rescate a las personas heridas alrededor del mundo”.

Han pasado 13 años desde que Sergio Alvarado alcanzó la misma cuerda, lanzada por Dios, para dejar la cocaína. No sólo ha sido revertida la maldición en su propia vida, sino que su mensaje de esperanza es una cuerda de rescate para un mundo herido.

Texto extraído de: Revista LVVC – Edición marzo 2014, página 22